Hay un México que no aparece en los libros de texto ni en los informes oficiales. Un México que se mueve en las calles de tierra, en los mercados, en los altares escondidos, en los murmullos de las cocinas, en las ofrendas improvisadas bajo un árbol o en una esquina. Es ese México donde la vida espiritual no solo se piensa, se vive. Donde los espíritus caminan con nosotros, donde se habla con los muertos, donde una limpia puede salvar un alma, y donde un rezo tiene más poder que un diagnóstico.
Crecí viendo cómo se encendían veladoras no solo para pedir favores, sino para calmar el alma. Cómo una persona podía cargar con un mal aire y sanarse con huevo, con copal, con ruda. Cómo la Llorona no era solo un mito, sino una advertencia viva. Cómo el Charro Negro aparecía en caminos solitarios, no para asustar, sino para recordarte que no todo lo que brilla es oro.
México está lleno de presencias. Ánimas, espíritus, santos, demonios, brujas, santos que no son santos y vírgenes que también son serpientes. Todo convive. Todo dialoga. La espiritualidad aquí no es ordenada ni siempre «lógica», pero es intensamente real. Porque el pueblo mexicano, cuando no encuentra respuestas en el mundo, se atreve a mirar hacia otros mundos.
Lo mágico no es folclore: es identidad.
En este país, lo mágico no es una excepción. Es una forma de habitar el mundo. Hay quien acude al psicólogo, y hay quien va con la señora que hace limpias los jueves. Hay quien reza a Dios, y quien también habla con su abuelita muerta, le pide consejo, le deja su taza de café al lado del altar. Ambas formas son válidas. Ambas responden a una necesidad profunda: encontrar sentido.
Y no es ignorancia. Es sabiduría antigua. Es saber que la vida no se puede explicar solo con palabras frías. Que a veces el cuerpo duele porque el alma está cargada. Que a veces el insomnio no es ansiedad, es que alguien te está pensando o que no has puesto en paz a tu difunto.

La brujería mexicana no es solo hechizo o superstición. Es también una forma de lenguaje simbólico, emocional y espiritual. Un sistema que ofrece respuestas donde la medicina o la religión tradicional fallan. Las mujeres que curan, los hombres que sueñan con animales, los que saben leer las cartas o interpretar las señales del cuerpo: son sanadores del alma popular, psicólogos empíricos del mundo emocional del pueblo.
Aquí, la frontera entre lo real y lo invisible es porosa. Se respeta. Se teme. Se celebra. Se negocia con el más allá. Se agradece a lo que no se ve.
En México, la muerte no es el final. Es compañía. Es madre. Es advertencia. La Santa Muerte camina con la gente que el sistema ha dejado fuera: los presos, las mujeres solas, los que se ganan la vida en la calle. Las Ánimas del Purgatorio no son idea teológica: son vecinas, son ayudantes, son deudoras y guardianas. La Llorona no solo asusta: avisa, recuerda, protege. Lo muerto aquí no desaparece: convive.
Y convivimos con eso todos los días. Sin nombrarlo muchas veces. Pero encendemos la veladora. Soñamos con nuestros muertos. Decimos que “algo se siente raro”. Buscamos protección. Llevamos colgando una medalla, un listón rojo, un amuleto. Nos cruzamos de sal. Porque sabemos, en el fondo, que el mundo está habitado por más de lo que podemos ver.

La espiritualidad del pueblo: derecho a lo invisible.
La espiritualidad popular mexicana es, en muchos sentidos, un acto de resistencia. Una manera de decir: “yo entiendo mi vida a mi manera”. Una forma de narrar el dolor, la enfermedad, la esperanza, el amor y la muerte desde símbolos que el alma sí comprende. No es locura. Es sentido. No es ignorancia. Es otra lógica.
Y esa lógica —la del alma, la del símbolo, la del rito sencillo— merece respeto. Porque también es salud, también es cuidado, también es cultura.
En este México de mil rostros, de tantas heridas y tantas maravillas, la espiritualidad popular es el hilo secreto que muchas personas siguen para no perderse, para encontrar respuestas cuando todo parece confuso, para nombrar lo inefable, para seguir adelante. Y quizás, para recordar que el mundo no está hecho solo de materia, sino también de misterio.
Christian Ortíz.
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